martes, 28 de enero de 2014

dicen - Juan Esteban Linares




Que me están haciendo mal los alcoholes
y el aroma marchitado de la gente,
que huele mal el humo tras mis dientes
filtrándose como un gato
en el aire con su estrella de cinco puntas,
 de vapor, de plomo rápido…

Que me revolqué entre las hormigas y las colillas
y los gallos estuvieron en mi alba picando maíz negro.
 Es probable –mi sueño, perdido como un olivo inalcanzable,
como la higuera que no tuve.
¿Por qué no entran a mi cuarto
un día, una mañana
a besar el loto de mis vasos,
a besar la flor de las paredes?

Quizá por miedo al infierno,
a los tirantes de la cama,
a las sienes de un demonio,
a la órbita limpia entre las cejas desatadas.

He visto el sol detrás del párpado
y a los ojos despejarse
en el iris del día. Y dicen, me han visto,
fumando el hematoma del ocaso,
o quemándome las pestañas con el chispero
de una conífera.
He visto un sol lagrimal fulgurar
en la mañana de los pómulos
un pomelo verde, un llanto plañidero,
un parto, una lágrima…
Y dicen que estuve muerto
como el vino en la barbilla del anciano
y que olvidé en la clepsidra
la dignidad de mis manos y mi futuro…

desventura - Juan Esteban Linares




En tu paciencia indiferente
tejes tu maqueta de luces, tus rutas de alambre,
el descanso último y la oración primera,
en tu paciencia indiferente
voy desesperándome
como un amante que ve morir su amante
como un niño viendo morir la madre.
Cuelga de la estrella blanca un jirón de sangre.
Es el tiempo estirándose como una serpiente.
Es el veneno del tiempo llamando al abismo
y el abismo acudiendo prestante.
¿Qué es el tiempo? ¿Silencio? ¿Ausencia?
Somos los continentes sepultos,
o la flor que nace en la falla de aquel puente,
soy una campana de huesos
blandida en la tarde de las guerras silenciosas.
Soy la música de la estrella muda
en su cauce de luz, en su diapasón dorado.
Como la leche de la muerte,
desde el horizonte te alzas
apagando las estrellas
con tu mano lejana, con el cuenco
de tu mano repleto de lágrimas.
Saber que muero para abrir los ojos
de las tumbas en la tierra.
Y que mi corazón irá a buscarte
ensillado en su cangrejo de rocas,
para labrar en tus ojos, otros ojos del misterio.
Oculto en las almenas yaceré sin cuerpo.
¿Había una flor en los abismos,
impregnada de distancia,
quebrada entre tu mano y mi mano,
Bífida entre tu planta y mi planta?
Mis lágrimas suben, vuelan altas,
hasta incendiarse en la cúpula iridiscente
de las cimas. Caigo en caída libre
hasta enredarme en la flor carnívora,
en la dentadura doble de los tiburones rojos
que eludirán mi sangre repelente.
Adiós mi diosa, mi Gorgona, mi incierta.
El agua del espejo se ha estancado
entre las cerradas puertas de la galaxia.
Una sombra tibia de pulular ranas
se ha tendido entre las cerradas puertas
del desierto. Nos alejamos como opuestos trenes minerales,
con un cansancio plomizo de vagones
hacia las laderas bárbaras.
 ¿Has enviado tú este pájaro
enfermo? ¿No sabías que enferman
entre los polos estas aves de viento?
¿Has enviado tú este puñado
de hojas blancas?
 Sé que no ves el torso del viajero
desnudo y solo frente a la aljaba de alba.
Se despiden de nosotros los perros, los amigos
testigos de nuestro lazo de ceniza,
los traductores de lenguas muertas,
los símbolos fatales de las huellas, los anillos
y la sangre mínima que celosamente
custodió en su jaula coagulosa
el ciego insecto de nuestra desventura.