(Originalmente publicado en Mujer Batllista
año II, Nº 12, Montevideo, noviembre 1947)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
La propaganda
de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes de
vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que ocurriera
en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma noche fui a
una playa. Volví a mi pieza más bien temprano y un poco malhumorado por lo que
me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y me tocó sentarme en un
lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco
en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta.
Entre las personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
—Con su
permiso, por favor...
Y yo respondí
con rapidez:
—Es de usted.
Pero no sólo
no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron
muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de
pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo
con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había
terminado de decir “es de usted” ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande
con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
—Después a
mí,
Yo debo haber
hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
—¡Ah!, lo voy
a lastimar... quieto un...
Pronto sacó
la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara.
Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy
complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro
con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas. que había a lo
largo del tubo: Muebles “El Canario”. Después me dio vergüenza preguntar de qué
se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del
tranvía pensé: “No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje
consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda”. Sin embargo,
yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no
hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al
público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían
querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había
pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito... No tenía la calidad
de algo recordado ni del sonido, que nos llega de afuera. Era anormal como una
enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se
sintiera contenta y se hubiera, puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron
rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una
voz que decía:
—Hola, hola;
transmite difusora “El Canario”... hola, hola, audición especial. Las personas
sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc...
Todo esto lo
oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz;
había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que
aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me
decidí a esperar. Ahora estaban pasando, indicaciones a propósito de los pagos
en cuotas de los muebles “El Canario”. Y de pronto dijeron:
—Como primer
número se transmitirá el tango...
Desesperado,
me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la
cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro
de mi cabeza... En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la
habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto
empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al
agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me
encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la
cabeza. Pensé en comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y
preguntar qué había que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino
un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde
las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que
tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con
otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en
asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para
anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. El me miró
asombrado y dijo:
—¿No le
agrada la transmisión?
—Absolutamente.
—Espere unos
momentos y empezará una novela--en episodios.
—Horrible -le
dije.
El siguió con
las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el
tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección
me dijo:
—Señor, en
todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas “El Canario”. Si a usted
no le gusta, la transmisión se toma una de ellas y pronto.
—¡Pero, ahora
todas las farmacias, están !cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese
instante oí anunciar:
—Y ahora
transmitiremos una poesía titulada “Sillón Querido”, soneto compuesto
especialmente para los muebles “El Canario”.
Después el
hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
—Yo voy a
arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara
honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene
más que se vendan las tabletas.
Yo lo apuré
para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
—Venga el
peso. —Y después que se lo di agregó: —Dése un baño de pies bien caliente.
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