Nadie en mi familia murió de amor.
Romances sí hubo, no cosa seria.
¿Tísicos Romeos? Julietas con difteria?
No. Alcanzaron la vejez en flor.
¡Ni uno murió de cartas sin respuesta,
con letra por las lágrimas borrosa!
Llegaban vecinos, traje de fiesta,
con anteojos, levita y una rosa.
Nadie se asfixió dentro de un armario
por huir de maridos de sus amantes.
Faralaes, mantillas ni volantes
echaron a nadie de la foto por falsario.
¡Cuan lejos sus almas del infierno del Bosco!
Sus pistolas no defendían amores furtivos.
(Morían a balazos, mas por otros motivos,
en el frente, en un catre bien tosco.)
Ni la bella, la del moño vistoso,
con ojeras como de bacanal,
partió a vela en pos de un joven fogoso
por el mar de su hemorragia cerebral.
Antes del daguerrotipo quizás hubo amor de veras,
pero no en las fotos de mi familia.
Los días tenían tempo de vigilia
y ellos morían de gripe o de paperas.
viernes, 7 de junio de 2013
Paisaje - Wisława Szymborska
En el paisaje del antiguo maestro
los árboles tienen raíces bajo el óleo,
el sendero conduce de verdad a su final,
una brizna de hierba sustituye majestuosa a la firma,
son las cinco de la tarde fidedignas,
detenido, suave mas firme, el mes de mayo,
y yo le imito y hago un alto: sí, querido,
aquella mujer de debajo del fresno soy yo.
Mira cómo me he alejado de ti,
qué cofia blanca llevo y qué falda amarilla,
cómo agarro el canasto para no caer fuera del cuadro,
cómo paseo por el destino de otro
y descanso de los secretos vivos.
Aunque me llames, no te oiré,
si te oigo, no me giraré,
y si hiciera ese imposible gesto,
no reconocerías mi cara.
Conozco el mundo a seis leguas a la redonda.
Conozco las hierbas, sé conjurar males.
Dios aún posa su mirada en mi coronilla.
Sigo rezando por una muerte no repentina.
La guerra es un castigo y la paz un premio.
Los sueños vergonzosos son obra de Satanás.
Mi alma es tan cierta como el hueso de una ciruela.
No conozco los juegos del corazón.
No conozco la desnudez del padre de mis hijos.
Lejos de mí sospechar que el Cantar de los Cantares
sea un confuso borrador con tachaduras.
Cuanto quiero decir está en las frases hechas.
No abuso de la desesperación porque no es mía,
sólo la guardo en depósito y por un tiempo entre mis manos.
Aunque me atajes el camino,
aunque me mires a los ojos,
pasaré ante ti bordeando el abismo por una senda no menos angosta que un cabello.
A la derecha está mi casa que conozco palmo a palmo,
con la escalera y la puerta de entrada,
donde acontecen historias aún no pintadas:
un gato se sube de un salto a un banco,
un rayo de sol hiere una jarra de estaño,
hay un hombre huesudo sentado a la mesa:
repara un reloj.
Wisława Szymborska, 1967
los árboles tienen raíces bajo el óleo,
el sendero conduce de verdad a su final,
una brizna de hierba sustituye majestuosa a la firma,
son las cinco de la tarde fidedignas,
detenido, suave mas firme, el mes de mayo,
y yo le imito y hago un alto: sí, querido,
aquella mujer de debajo del fresno soy yo.
Mira cómo me he alejado de ti,
qué cofia blanca llevo y qué falda amarilla,
cómo agarro el canasto para no caer fuera del cuadro,
cómo paseo por el destino de otro
y descanso de los secretos vivos.
Aunque me llames, no te oiré,
si te oigo, no me giraré,
y si hiciera ese imposible gesto,
no reconocerías mi cara.
Conozco el mundo a seis leguas a la redonda.
Conozco las hierbas, sé conjurar males.
Dios aún posa su mirada en mi coronilla.
Sigo rezando por una muerte no repentina.
La guerra es un castigo y la paz un premio.
Los sueños vergonzosos son obra de Satanás.
Mi alma es tan cierta como el hueso de una ciruela.
No conozco los juegos del corazón.
No conozco la desnudez del padre de mis hijos.
Lejos de mí sospechar que el Cantar de los Cantares
sea un confuso borrador con tachaduras.
Cuanto quiero decir está en las frases hechas.
No abuso de la desesperación porque no es mía,
sólo la guardo en depósito y por un tiempo entre mis manos.
Aunque me atajes el camino,
aunque me mires a los ojos,
pasaré ante ti bordeando el abismo por una senda no menos angosta que un cabello.
A la derecha está mi casa que conozco palmo a palmo,
con la escalera y la puerta de entrada,
donde acontecen historias aún no pintadas:
un gato se sube de un salto a un banco,
un rayo de sol hiere una jarra de estaño,
hay un hombre huesudo sentado a la mesa:
repara un reloj.
Wisława Szymborska, 1967
lunes, 3 de junio de 2013
The Sparrow - William Carlos Williams
A mi padre
Este gorrión
que se ha posado en mi ventana,
más que un ser natural
es una verdad poética.
Todo lo atesta:
su voz,
sus movimientos,
sus costumbres,
el gusto
con que agita las alas
en el polvo-
cierto, lo hace
para espulgarse
pero el alivio que siente
lo impulsa
a piar con vehemencia:
algo
más cerca de la música
que de otra cosa.
Donde esté
al comenzar la primavera,
callejuela
o palacio,
prosigue
imperturbable
sus amoríos.
Empieza en el huevo,
el sexo es su genio:
¿hay presunción
más inútil,
mayor engreimiento
de nosotros mismos?
Algo que nos lleva,
casi siempre, a despeñarnos.
Ah, ni el gallipollo ni el cuervo
con sus voces desafiantes
sobrepasan
su piar
insistente.
Una vez
en El Paso,
hacia el anochecer,
vi (oí)
a diez mil gorriones.
Venían del desierto
a dormir.
Llenaron los árboles
de un parquecito.
Los humanos,
los oídos zumbándoles,
huyeron
bajo la lluvia de deyecciones.
Les dejaron libre el terreno
a los lagartos que viven en la fuente.
Su imagen
no es menos familiar
que la del aristocrático
unicornio -lástima
que haya menos acémilas
que coman avena:
eso le facilitaba la vida.
No importa:
su breve tamaño,
sus ojos aguzados,
su pico eficaz
y su truculencia
garantizan su supervivencia
-para no hablar
de su prole
innumerable.
Hasta
los japoneses lo conocen
y lo han pintado
con simpatía,
con profunda intuición
de sus más nimias
características.
Nada
menos sutil
que sus galanteos.
Se agacha
ante la hembra,
arrastra las alas,
valsa,
echa atrás la cabeza
y, al fin,
pega un alarido.
El impacto es terrible.
Su manera de limpiarse el pico
haciéndolo sonar
contra una tabla
es contundente.
Como todo
lo que hace.
Sus cejas cobrizas
le dan ese aire
de ser siempre
el ganador
-y sin embargo
yo vi, una vez,
a una de sus hembras,
perchada con determinación
en el borde
de un caño de agua,
cogerlo
por la coronilla de plumas
(para que no chillara)
trabarlo,
colgado de las calles,
hasta
que lo remachó.
Y todo eso
¿para qué?
Ella se mecía,
intrigada por su hazaña
ella misma.
Me reí con ganas.
Práctico hasta el fin,
lo que triunfó
al cabo
fue el poema
de su existencia:
un cepillo de plumas
aplastado en el pavimento,
las alas simétricamente
desplegadas, como en vuelo,
deshecha la cabeza,
el negro escudo de armas del pecho
indescifrable:
la efigie de un gorrión,
ya sólo seca oblea,
dejada ahí para decir
-y lo dice
sin ofensa,
hermosamente:
Ése fui yo,
un gorrión.
Hice lo que pude,
adiós.
WILLIAM CARLOS WILLIAMS
(VERSIÓN DE OCTAVIO PAZ)
Y acá en su versión original
The Sparrow
(To My Father)
This sparrow
who comes to sit at my window
is a poetic truth
more than a natural one.
His voice,
his movements,
his habits—
how he loves to
flutter his wings
in the dust—
all attest it;
granted, he does it
to rid himself of lice
but the relief he feels
makes him
cry out lustily—
which is a trait
more related to music
than otherwise.
Wherever he finds himself
in early spring,
on back streets
or beside palaces,
he carries on
unaffectedly
his amours.
It begins in the egg,
his sex genders it:
What is more pretentiously
useless
or about which
we more pride ourselves?
It leads as often as not
to our undoing.
The cockerel, the crow
with their challenging voices
cannot surpass
the insistence
of his cheep!
Once
at El Paso
toward evening,
I saw—and heard!—
ten thousand sparrows
who had come in from
the desert
to roost. They filled the trees
of a small park. Men fled
(with ears ringing!)
from their droppings,
leaving the premises
to the alligators
who inhabit
the fountain. His image
is familiar
as that of the aristocratic
unicorn, a pity
there are not more oats eaten
nowadays
to make living easier
for him.
At that,
his small size,
keen eyes,
serviceable beak
and general truculence
assure his survival—
to say nothing
of his innumerable
brood.
Even the Japanese
know him
and have painted him
sympathetically,
with profound insight
into his minor
characteristics.
Nothing even remotely
subtle
about his lovemaking.
He crouches
before the female,
drags his wings,
waltzing,
throws back his head
and simply—
yells! The din
is terrific.
The way he swipes his bill
across a plank
to clean it,
is decisive.
So with everything
he does. His coppery
eyebrows
give him the air
of being always
a winner—and yet
I saw once,
the female of his species
clinging determinedly
to the edge of
a water pipe,
catch him
by his crown-feathers
to hold him
silent,
subdued,
hanging above the city streets
until
she was through with him.
What was the use
of that?
She hung there
herself,
puzzled at her success.
I laughed heartily.
Practical to the end,
it is the poem
of his existence
that triumphed
finally;
a wisp of feathers
flattened to the pavement,
wings spread symmetrically
as if in flight,
the head gone,
the black escutcheon of the breast
undecipherable,
an effigy of a sparrow,
a dried wafer only,
left to say
and it says it
without offense,
beautifully;
This was I,
a sparrow.
I did my best;
farewell.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)